FIDEL Y MARTÍ
Más de
treinta años después de que José Martí, el “Apóstol” de la Independencia cubana,
muriera luchando contra las tropas españolas en 1895, Fidel Alejandro Castro Ruz
nacía en una finca de la provincia de Oriente, escasamente a cuarenta kilómetros
del campo de batalla de Dos Ríos. En términos de historia, tres décadas son un
período corto, y en ese sentido, su vida ha estado entretejida desde el
principio con las luchas y los símbolos del pasado de Cuba.
Por ser el más grande pensador y héroe patriótico de la isla, Martí fue siempre un modelo para Castro, y al desembarcar con sus rebeldes en las costas de Cuba para desalojar a la tiranía, Fidel no hizo más que seguir el código de Martí. Éste, como líder del Partido Revolucionario Cubano, emprendió la última guerra de independencia con una proclama desde su cuartel general de Nueva York el 29 de enero de 1895, y desembarcó de un bote de remos en la costa de Oriente dos meses más tarde, para unirse a las guerrillas que luchaban contra los españoles. El “Apóstol” fue muerto el 19 de mayo, a horcajadas sobre un caballo blanco, semanas después de haber llegado a Cuba desde el exilio. Sólo tenía cuarenta y dos años. Era un hombre delgado, de expresión triste, y llevaba un bigote poblado y puntiagudo y una media perilla bajo su labio inferior. Estaba muy delicado de salud.
Por lo tanto, es natural que Fidel Castro buscase la más completa identificación personal con el martirio de Martí y, como era de prever, poco después de que la Revolución triunfara realizó una peregrinación a Playitas, escenario del histórico desembarco del 2 de abril de 1895.
De aquella peregrinación se hizo un documental en color, de una hora de duración, que fue proyectado en los cines y en la televisión, y en el que aparecía Castro con traje de campaña, solo y erguido de manera espectacular en la pequeña franja de blanca arena en forma de herradura, explicando la historia del sacrificio de Martí. A continuación, las cámaras seguían a Fidel hasta una cabaña cercana, donde interrogaba al único testigo todavía vivo, un ágil nonagenario, sobre todo lo que pudiera recordar de aquel conmovedor acontecimiento.
Entre 1895 y 1956 hay muchos paralelismos, y todos proceden de los numerosos rasgos - emocionales, intelectuales y políticos - comunes a Castro y a Martí. Éste, después de innumerables intentos de liberarse del dominio español, llegó a la conclusión que una revolución en Cuba sólo podía triunfar mediante una amplia guerra de guerrillas. Castro llegó a la misma conclusión después del fracaso de su asalto al cuartel de Moncada en 1953. Martí comprendió igualmente los grandes riesgos personales que comportaba el encabezar una revolución y, en la misma víspera de su muerte, escribió a un amigo que “todos los días corro el peligro de dar mi vida por mi patria y por mi deber”. Castro, antes de lanzar la invasión, se comprometió a que “seremos libres o seremos mártires”. Ambos habían tenido muy pronto una serie de experiencias políticas de las que forjan a un hombre. Martí fue encarcelado por los españoles cuando tenía diecisiete años por oponerse al dominio colonial, fue condenado a trabajos forzados y tuvo que exiliarse. La rebelión política de Castro se formó en la Universidad de La Habana antes de cumplir los veintiún años. A los dos les motivaron principios fundamentales y, muchos años después, Fidel hacía observar que “casi todos los españoles mantienen el sentido del honor personal”. Esta era la herencia de los rebeldes hijos de España.
El trágico poeta estaba
convencido de que, aunque muriese, la revolución liberadora triunfaría (algunos
de sus biógrafos insisten en asegurar que Martí buscó la muerte de manera
deliberada, a fin de crear una aureola de
martirio en la guerra de independencia), y los acontecimientos le dieron hasta
cierto punto la razón. Castro demostró en numerosas ocasiones (sobre todo en el
Moncada y en Alegría de Pío) que estaba dispuesto a morir por su causa, pero su
bravura procedía principalmente de su temperamento y de su opinión de que los
jefes revolucionarios deben ir delante de sus hombres. Los dos eran hijos de
españoles, y tanto Martí como Castro representan una casta muy especial de
misticismo y romanticismo ibéricos, junto con una fuerte dosis de nacionalismo
del Nuevo Mundo. A mayor abundamiento, tanto para uno como para otro, el
auténtico problema cubano era una revolución en profundidad, una revolución
social y no meramente la introducción de algunos cambios en el statu quo
político. Por estar familiarizado con la pobreza de su propio país y con la
buena parte de la América Latina, Martí abogaba por la concesión de tierras a
sus propios cultivadores y por una mejor distribución de la riqueza nacional:
“La nación en la que hay unos cuantos ricos, no es rica: lo es cuando cada cual
posee un poco de riqueza”.
Martí escribió que el Gobierno tiene el deber de proporcionar al pueblo la educación necesaria, porque “leer es andar”. Uno de los primeros empeños revolucionarios más importantes de Castro después de 1959, sería una campaña intensiva de alfabetización por toda la isla.
El historiador prerrevolucionario M. Isidoro Méndez, ha dicho que Martí era un “republicano social”, que creía en un “socialismo prudente” sin extremismos.
En un discurso que pronunció a mediados de los años sesenta, Fidel proclamó que Carlos Manuel de Céspedes (el rico terrateniente que encabezó la primera insurrección patriótica en 1968) y José Martí no fueron marxistas-leninistas simplemente “porque en la época en que vivieron y en las condiciones históricas en que tuvieron lugar sus magníficas contiendas, no podían serlo”. Y añadió una frase que se convirtió de inmediato en un lema oficial: “Entonces, nosotros hubiéramos sido como ellos; hoy, ¡ellos hubieran sido como nosotros!”.
Castro es el heredero político y filosófico de Martí en sus opiniones sobre el radicalismo, la reforma agraria, la igualdad racial y la justicia social. Ellos comparten también sus temores y sospechas hacia los Estados Unidos y sus intenciones en relación a Cuba. Las aspiraciones de los norteamericanos de anexionarse o incluso comprar Cuba (como fue comprada Luisiana), se remontan a los primeros días del siglo XIX. En 1833, el cónsul de los Estados Unidos en La Habana escribió que “en la plenitud de los tiempos, cuando Cuba y España y nosotros seremos del mismo parecer - sin discusiones, revolución o guerra -, Cuba será sin duda anexionada a la Unión”.
Martí, que había pasado largos años en los Estados Unidos en exilio forzoso de la Cuba española, temía la posibilidad de que los norteamericanos arrebatasen su isla a los españoles como resultado de la guerra de independencia que se desarrollaba en aquellos momentos. En la carta que escribió el día antes de morir, Martí decía que estaba luchando contra los españoles por la independencia de Cuba a fin de impedir “la extensión de los Estados Unidos hasta las Antillas”. Escribió que, en los Estados Unidos, había vivido “dentro de las entrañas del monstruo”, y que estaba preocupado por el “imperialismo económico” norteamericano, advirtiendo que “el desprecio de un vecino formidable que en realidad no nos conoce, es el peor peligro para nuestra América”.
Por supuesto, Castro asimiló todos estos sentimientos mucho antes de tener sus propias experiencias y enfrentamientos con el “formidable vecino”.
La finca Manacas, una gran propiedad con campos de caña de azúcar y ganado, está situada en el municipio de Birán, en la región de Mayarí, en la costa septentrional de Oriente. Se halla a unos cuarenta kilómetros al sur de la bahía de Nipe y aproximadamente a la misma distancia al este de Dos Ríos, el lugar donde murió José Martí en una emboscada que le tendieron los españoles en 1895.
Fue en Manacas donde, el 13 de agosto de 1926, nació Fidel. Cuando le llegó el momento de asistir a la escuela elemental de la localidad, ya estaba imbuido de la leyenda de Martí. Ello formaba parte de toda la niñez cubana, muy en especial en la orgullosa provincia de Oriente, siempre rebelde.