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EL TENIENTE SILVA CONTINUÓ PELEANDO

La madrugada del 25 de octubre no había clareado aún, cuando el grupo de constructores que comandaba el primer teniente Jesús Silva Rodríguez, oficial de infantería de las FAR y asesor en Granada, se había hecho cargo de la posición que tenía que defender ante la invasión yanqui y la agresión a las áreas de trabajo cubanas.

Su puesto sería las elevaciones que ciñen el llamado Campamento Viejo de los trabajadores cubanos, cerca de la pista de Point Salines.

La reacción de estos hombres ante el desembarco aerotransportado yanqui fue rápida: cada uno de ellos fue a cubrir el lugar que le correspondía con su fusil AK y sólo poco más de cien cartuchos por hombre.

La táctica defensiva del primer teniente Silva aprovechó las condiciones del terreno ondulado: el borde delantero hacía sinuosidades sobre las lomas y su puesto de mando lo situó justo por donde supuso podrían avanzar más fácilmente los atacantes, al lado de un camino que llevaba directamente al albergue cubano.

El último de los paracaidistas yanquis cayó sobre la bahía de Hardy, es decir, sobre el tramo de la pista ganado a ese entrante del mar. De este modo, los asaltantes yanquis comenzaron a moverse por el litoral, adelantándose en dirección a la Universidad americana, situada poco más allá de un extremo de la pista del nuevo aeropuerto. Fueron los exploradores del grupo de Silva quienes siguieron atentamente este movimiento de los invasores.

La decisión del oficial cubano fue la de hacer firme la posición: él les explicó a los constructores que aquella era la posición que habría que defender sólo si eran atacados. Este grupo no tenía comunicación con la Misión Militar cubana, donde se hallaba su jefe, el coronel Pedro Tortoló.

Aproximadamente a las ocho de la mañana de aquel día, los efectivos yanquis apostados al final de la pista, del lado más próximo a las líneas cubanas, comenzaron a disparar contra la escuadra de Silva, por lo que estos compañeros respondieron el fuego enemigo.

El puesto de mando que Silva había escogido para su posición, aunque equidistante de los distintos grupos de hombres bajo sus órdenes, por las condiciones del lugar, no era idóneo para el combate. Entonces se trasladó a la primera línea de fuego. Allí fue testigo de cómo una ráfaga segó instantáneamente la vida de un constructor que había viajado a Granada, meses atrás, con el propio Silva. Momentos más tarde, los yanquis, disparando balas explosivas, hieren gravemente a otro veterano constructor cubano.

Herido en la mano derecha, sin dejar de disparar, Silva ordena a Reinaldo Acosta Surí que acuda en ayuda del otro constructor mal herido: “¡Ven acá - le ordena -, que este hombre se nos muere!”  Pero Acosta tenía un pie atravesado por un balazo y poco podía hacer; así que arrastrándose, paso a paso llegó hasta el constructor abatido, que ya agonizaba, y trató de echárselo arriba para llevarle a la sanitaria cubana. Pero fue imposible, aquel herido no podía colaborar.

En ese momento, otro disparo hiere al teniente Silva en la espalda: siente la sangre caliente humedeciéndole su camisa y el dolor quemante. Ya entonces tenía en su brazo derecho otra herida de bala, sangrante también, aunque superficial. Silva llama, en aquellos instantes, a otro constructor para que ayude al primer herido.

Este otro compañero, que “era tan joven como yo” - relata -, también estaba herido. Trabajosamente Silva logró acercarse, pero allí mismo vuelven a herir al compañero, pero esta vez fatalmente. Por fin se logra evacuarlo, pero muere antes de llegar al puesto médico.

Silva y los constructores no abandonan la línea y continúan disparando. “Los yanquis, mientras sienten los tiros, permanecen escondidos. No se asoman…”, recuerda.

Cerca permanecen otros dos constructores muy mal heridos, sin poder ya disparar, ni ayudar. Uno de ellos en realidad se estaba muriendo, y el segundo tenía una grave herida en una pierna y estaba imposibilitado (este compañero sobrevivió y en estos momentos está hospitalizado en Cuba).

“Los yanquis - recuerda Silva -, al ver que no podían avanzar, se valen de un camión para tratar de penetrar nuestras líneas defensivas.” Acosta Surí y Silva, ambos ensangrentados, se tienden a dispararle hasta que logran detener el vehículo.

El teniente Jesús Silva recorre las posiciones inmediatas. Constata cuántos de sus hermanos constructores han muerto ya, cuántos pierden la vida lentamente, caídos heroicamente en la lucha y comprueba los heridos que aún pueden pelear.

Arrastrándose llega hasta una ametralladora de bípode cuyos sirvientes habían sido muertos, pero no encontró los discos de municiones.

Molesto porque buscaba más poder de fuego y no lo halló, lanzó aquel hierro a los matorrales y continuó el combate con su fusil. Nueve hombres estaban junto a Silva en aquellos instantes: cuatro habían caído, cuatro estaban heridos, incluido él mismo, e ileso se mantenía, de pura casualidad, Gregorio de la Torre, constructor también, devenido tirador de lanzacohetes.

Gregorio había dispuesto de sólo tres proyectiles: dos de ellos pudieron ser lanzados con todo éxito.

En aquel momento de la lucha, con tantos hombres heridos y muertos, lo prudente era replegarse tácticamente. No podía hacerse ya más resistencia, faltaban municiones. Silva prepara entonces la evacuación del lugar con los heridos: envía a los más graves hacia donde están los médicos cubanos. Él se dirigió a ocupar otra posición. Ya en este momento, Silva comienza a sentir los efectos de la pérdida de sangre: “Mareos, sentía mareos…”, relata.

Se tiende el suelo y dice a sus hombres: “Váyanse ustedes y vean lo que pueden hacer.” Comprende ahora qué mal herido está y cuanta sangre ha perdido. No puede andar mucho más.

“¡No te quedes! ¡Mira como caen los plomos…!”, le dijo uno de sus compañeros. Entonces tiraban ya desde otros flancos y la posición era insostenible. Escuchaba cómo los yanquis hacían proposiciones de rendición utilizando altavoces, pero estaba totalmente seguro de que no acudirían a su llamada, ni él, ni sus hombres.

Al siguiente día pudo apreciar cómo se descargaba la metralla yanqui sobre la Misión Militar cubana, donde estaban Tortoló y otros compañeros. La sed le atenazaba, y no obstante lo débil que se sentía, se arrastró hasta la parte de atrás de la casa de una familia cercana, donde encontró una batea de lavar ropas, repleta de agua. Con Silva venía el constructor Aníbal González Fonseca, igualmente exhausto. Bebieron unos sorbos de aquel líquido y descansaron unos momentos. Aníbal hizo tiras de su propia camisa para vendarle la mano a Silva. Le apartó las hormigas, le lavó la herida y se la vendó lo mejor que pudo.

Los dolores eran muy fuertes. La profusión de sangre de la herida de la espalda y del brazo se había contenido.

Por la noche, tarde, se acercaron a una casita solitaria que Silva conocía por los alrededores. Estaba abierta y entraron. Pero no permanecerían mucho tiempo allí. Los yanquis rompieron la puerta a patadas y los hicieron prisioneros. Silva y Aníbal se habían quedado sin parque para continuar la pelea.

Vendados los ojos, fuertemente maniatados y entre amenazas de muerte, fueron conducidos hasta el lugar donde estaban los médicos cubanos, prisioneros también, quienes atendieron a Silva.

(Fernando Dávalos)