Ya se han cumplido veintiún años desde el fin de la última conflagración
mundial y diversas publicaciones, en infinidad de lenguas, celebran el
acontecimiento simbolizado en la derrota del Japón. Hay un clima de aparente
optimismo en muchos sectores de los dispares campos en que el mundo se divide.
Veintiún años sin guerra mundial, en estos tiempos de confrontaciones máximas,
de choques violentos y cambios repentinos, parecen una cifra muy alta. Pero,
sin analizar los resultados prácticos de esa paz por la que todos nos
manifestamos dispuestos a luchar (la miseria, la degradación, la explotación
cada vez mayor de enormes sectores del mundo) cabe preguntarse si ella es
real.
No es la intención de estas notas historiar los diversos conflictos de
carácter local que se han sucedido desde la rendición del Japón, no es tampoco
nuestra tarea hacer el recuento, numeroso y creciente, de luchas civiles
ocurridas durante estos años de pretendida paz. Bástenos poner como ejemplos
contra el desmedido optimismo las guerras de Corea y Vietnam.
En la primera, tras años de lucha feroz, la parte norte del país quedó sumida
en la más terrible devastación que figure en los anales de la guerra moderna;
acribillada a bombas; sin fábricas, escuelas u hospitales; sin ningún tipo de
habitación para albergar a diez millones de habitantes.
En esta guerra intervinieron, bajo la fementida bandera de las Naciones
Unidas, decenas de países conducidos militarmente por los Estados Unidos, con
la participación masiva de soldados de esa nacionalidad y el uso, como carne
de cañón, de la población sudcoreana enrolada.
En el otro bando, el ejército y el pueblo de Corea y los voluntarios de la
República Popular China contaron con el abastecimiento y asesoría del aparato
militar soviético. Por parte de los norteamericanos se hicieron toda clase de
pruebas de armas de destrucción, excluyendo las termonucleares pero incluyendo
las bacteriológicas y químicas, en escala limitada. En Vietnam, se han
sucedido acciones bélicas, sostenidas por las fuerzas patrióticas de ese país
casi ininterrumpidamente contra tres potencias imperialistas: Japón, cuyo
poderío sufriera una caída vertical a partir de las bombas de Hiroshima y
Nagasaki; Francia, que recupera de aquel país vencido sus colonias indochinas
e ignoraba las promesas hechas en momentos difíciles; y los Estados Unidos, en
esta última fase de la contienda.
Hubieron confrontaciones limitadas en todos los continentes, aun cuando en el
americano, durante mucho tiempo, sólo se produjeron conatos de lucha de
liberación y cuartelazos, hasta que la Revolución cubana diera su clarinada de
alerta sobre la importancia de esta región y atrajera las iras imperialistas,
obligándola a la defensa de sus costas en Playa Girón, primero, y durante la
Crisis de Octubre, después.
Este último incidente pudo haber provocado una guerra de incalculables
proporciones, al producirse, en torno a Cuba, el choque de norteamericanos y
soviéticos.
Pero, evidentemente, el foco de contradicciones, en este momento, está
radicado en los territorios de la península indochina y los países aledaños.
Laos y Vietnam son sacudidos por guerras civiles, que dejan de ser tales al
hacerse presente, con todo su poderío, el imperialismo norteamericano, y toda
la zona se convierte en una peligrosa espoleta presta a detonar.
En Vietnam la confrontación ha adquirido características de una agudeza
extrema. Tampoco es nuestra intención historiar esta guerra. Simplemente,
señalaremos algunos hitos de recuerdo.
En 1954, tras la derrota aniquilante de Dien-Bien-Phu, se firmaron los
acuerdos de Ginebra, que dividían al país en dos zonas y estipulaban la
realización de elecciones en un plazo de 18 meses para determinar quiénes
debían gobernar a Vietnam y cómo se reunificaría el país. Los norteamericanos
no firmaron dicho documento, comenzando las maniobras para sustituir al
emperador Bao Dai, títere francés, por un hombre adecuado a sus intenciones.
Este resultó ser Ngo Din Diem, cuyo trágico fin -el de la naranja exprimida
por el imperialismo- es conocido de todos.
En los meses posteriores a la firma del acuerdo, reinó el optimismo en el
campo de las fuerzas populares. Se desmantelaron reductos de lucha
antifrancesa en el sur del país y se esperó el cumplimiento de lo pactado.
Pero pronto comprendieron los patriotas que no habría elecciones a menos que
los Estados Unidos se sintieran capaces de imponer su voluntad en las urnas,
cosa que no podía ocurrir, aun utilizando todos los métodos de fraude de ellos
conocidos.
Nuevamente se iniciaron las luchas en el sur del país y fueron adquiriendo
mayor intensidad hasta llegar al momento actual, en que el ejército
norteamericano se compone de casi medio millón de invasores, mientras las
fuerzas títeres disminuyen su número, y sobre todo, han perdido totalmente la
combatividad.
Hace cerca de dos años que los norteamericanos comenzaron el bombardeo
sistemático de la República Democrática de Vietnam en un intento más de frenar
la combatividad del sur y obligar a una conferencia desde posiciones de
fuerza. Al principio, los bombardeos fueron más o menos aislados y se
revestían de la máscara de represalias por supuestas provocaciones del norte.
Después aumentaron en intensidad y método, hasta convertirse en una gigantesca
batida llevada a cabo por las unidades aéreas de los Estados Unidos, día a
día, con el propósito de destruir todo vestigio de civilización en la zona
norte del país. Es un episodio de la tristemente célebre escalada.
Las aspiraciones materiales del mundo yanqui se han cumplido en buena parte a
pesar de la denodada defensa de las unidades antiaéreas vietnamitas, de los
más de 1.700 aviones derribados y de la ayuda del campo socialista en material
de guerra.
Hay una penosa realidad: Vietnam, esa nación que representa las aspiraciones,
las esperanzas de victoria de todo un mundo preterido, está trágicamente solo.
Ese pueblo debe soportar los embates de la técnica norteamericana, casi a
mansalva en el sur, con algunas posibilidades de defensa en el norte, pero
siempre solo. La solidaridad del mundo progresista para con el pueblo de
Vietnam semeja a la amarga ironía que significaba para los gladiadores del
circo romano el estímulo de la plebe. No se trata de desear éxitos al
agredido, sino de correr su misma suerte; acompañarlo a la muerte o la
victoria.
Cuando analizamos la soledad vietnamita nos asalta la angustia de este momento
ilógico de la humanidad. El imperialismo norteamericano es culpable de
agresión; sus crímenes son inmensos y repartidos por todo el orbe. ¡Ya lo
sabemos, señores! Pero también son culpables los que en el momento de
definición vacilaron en hacer de Vietnam parte inviolable del territorio
socialista, corriendo, sí, los riesgos de una guerra de alcance mundial, pero
también obligando a una decisión a los imperialistas norteamericanos. Y son
culpables los que mantienen una guerra de denuestos y zancadillas comenzada
hace ya buen tiempo por los representantes de las dos más grandes potencias
del campo socialista.
Preguntemos, para lograr una respuesta honrada: ¿Está o no aislado el Vietnam,
haciendo equilibrios peligrosos entre las dos potencias en pugna?
Y ¡qué grandeza la de ese pueblo! ¡Qué estoicismo y valor, el de ese pueblo! Y
qué lección para el mundo entraña esa lucha.
Hasta dentro de mucho tiempo no sabremos si el presidente Johnson pensaba en
serio iniciar algunas de las reformas necesarias a un pueblo -para limar
aristas de las contradicciones de clase que asoman con fuerza explosiva y cada
vez más frecuentemente. Lo cierto es que las mejoras anunciadas bajo el
pomposo título de lucha por la gran sociedad han caído en el sumidero de
Vietnam.
El más grande de los poderes imperialistas siente en sus entrañas el
desangramiento provocado por un país pobre y atrasado y su fabulosa economía
se resiente del esfuerzo de guerra. Matar deja de ser el más cómodo negocio de
los monopolios. Armas de contención, y no en número suficiente, es todo lo que
tienen estos soldados maravillosos, además del amor a su patria, a su sociedad
y un valor a toda prueba. Pero el imperialismo se empantana en Vietnam, no
halla camino de salida y busca desesperadamente alguno que le permita sortear
con dignidad este peligroso trance en que se ve. Mas los «cuatro puntos» del
norte y «los cinco» del sur lo atenazan, haciendo aún más decidida la
confrontación.
Todo parece indicar que la paz, esa paz precaria a la que se ha dado tal
nombre, sólo porque no se ha producido ninguna conflagración de carácter
mundial, está otra vez en peligro de romperse ante cualquier paso irreversible
e inaceptable, dado por los norteamericanos. Y, a nosotros, explotados del
mundo, ¿cuál es el papel que nos corresponde? Los pueblos de tres continentes
observan y aprenden su lección en Vietnam. Ya que, con la amenaza de guerra,
los imperialistas ejercen su chantaje sobre la humanidad, no temer la guerra,
es la respuesta justa. Atacar dura e ininterrumpidamente en cada punto de
confrontación, debe ser la táctica general de los pueblos.
Pero, en los lugares en que esta mísera paz que sufrimos no ha sido rota,
¿cuál será nuestra tarea? Liberarnos a cualquier precio.
El panorama del mundo muestra una gran complejidad. La tarea de la liberación
espera aún a países de la vieja Europa, suficientemente desarrollados para
sentir todas las contradicciones del capitalismo, pero tan débiles que no
pueden ya seguir el rumbo del imperialismo o iniciar esa ruta. Allí las
contradicciones alcanzarán en los próximos años carácter explosivo, pero sus
problemas y, por ende, la solución de los mismos son diferentes a la de
nuestros pueblos dependientes y atrasados económicamente.
El campo fundamental de la explotación del imperialismo abarca los tres
continentes atrasados, América, Asia y Africa. Cada país tiene características
propias, pero los continentes, en su conjunto, también las presentan.
América constituye un conjunto más o menos homogéneo y en la casi totalidad de
su territorio los capitales monopolistas norteamericanos mantienen una
primacía absoluta. Los gobiernos títeres o, en el mejor de los casos, débiles
y medrosos, no pueden oponerse a las órdenes del amo yanqui. Los
norteamericanos han llegado casi al máximo de su dominación política y
económica, poco más podrían avanzar ya; cualquier cambio de la situación
podría convertirse en un retroceso en su primacía. Su política es mantener lo
conquistado. La línea de acción se reduce en el momento actual, al uso brutal
de la fuerza para impedir movimientos de liberación, de cualquier tipo que
sean.
Bajo el slogan, «no permitiremos otra Cuba», se encubre la posibilidad de
agresiones a mansalva, como la perpretada contra Santo Domingo o,
anteriormente, la masacre de Panamá, y la clara advertencia de que las tropas
yanquis están dispuestas a intervenir en cualquier lugar de América donde el
orden establecido sea alterado, poniendo en peligro sus intereses. Es política
cuenta con una impunidad casi absoluta; la OEA es una máscara cómoda, por
desprestigiada que esté; la ONU es de una ineficiencia rayana en el ridículo o
en lo trágico, los ejércitos de todos los países de América están listos a
intervenir para aplastar a sus pueblos. Se ha formado, de hecho, la
internacional del crimen y la traición.
Por otra parte las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad de
oposición al imperialismo -si alguna vez la tuvieron- y sólo forman su furgón
de cola.
No hay más cambios que hacer; o revolución socialista o caricatura de
revolución.
Asia es un continente de características diferentes. Las luchas de liberación
contra una serie de poderes coloniales europeos, dieron por resultado el
establecimiento de gobiernos más o menos progresistas, cuya evolución
posterior ha sido, en algunos casos, de profundización de los objetivos
primarios de la liberación nacional y en otros de reversión hacia posiciones
proimperialistas.
Desde el punto de vista económico, Estados Unidos tenía poco que perder y
mucho que ganar en Asia. Los cambios le favorecen; se lucha por desplazar a
otros poderes neocoloniales, penetrar nuevas esferas de acción en el campo
económico, a veces directamente, otras utilizando al Japón.
Pero existen condiciones políticas especiales, sobre todo en la península
indochina, que le dan características de capital importancia al Asia y juegan
un papel importante en la estrategia militar global del imperialismo
norteamericano. Este ejerce un cerco a China a través de Corea del Sur, Japón,
Taiwan, Vietnam del Sur y Tailandia, por lo menos.
Esa doble situación: un interés estratégico tan importante como el cerco
militar a la República Popular China y la ambición de sus capitales por
penetrar esos grandes mercados que todavía no dominan, hacen que el Asia sea
uno de los lugares más explosivos del mundo actual, a pesar de la aparente
estabilidad fuera del área vietnamita.
Perteneciendo geográficamente a este continente, pero con sus propias
contradicciones, el Oriente Medio está en plena ebullición, sin que se pueda
prever hasta dónde llegará esa guerra fría entre Israel, respaldada por los
imperialistas, y los países progresistas de la zona. Es otro de los volcanes
amenazadores del mundo.
El Africa ofrece las características de ser un campo casi virgen para la
invasión neocolonial. Se han producido cambios que, en alguna medida,
obligaron a los poderes neocoloniales a ceder sus antiguas prerrogativas de
carácter absoluto. Pero, cuando los procesos se llevan a cabo
ininterrumpidamente, al colonialismo sucede, sin violencia, un neocolonialismo
de iguales efectos en cuanto a la dominación económica se refiere. Estados
Unidos no tenía colonias en esta región y ahora lucha por penetrar en los
antiguos cotos cerrados de sus socios. Se puede asegurar que Africa
constituye, en los planes estratégicos del imperialismo norteamericano, su
reservorio a largo plazo; sus inversiones actuales sólo tienen importancia en
la Unión Sudafricana y comienza su penetración en el Congo, Nigeria y otros
países, donde se inicia una violenta competencia (con carácter pacífico hasta
ahora) con otros poderes imperialistas.
No tiene todavía grandes intereses que defender salvo su pretendido derecho a
intervenir en cada lugar del globo en que sus monopolios olfateen buenas
ganancias o la existencia de grandes reservas de materias primas. Todos estos
antecedentes hacen lícito el planteamiento interrogante sobre las
posibilidades de liberación de los pueblos a corto o mediano plazo.
Si analizamos el Africa veremos que se lucha con alguna intensidad en las
colonias portuguesas de Guinea, Mozambique y Angola, con particular éxito en
la primera y con éxito variable en las dos restantes. Que todavía se asiste a
la lucha entre los sucesores de Lumumba y los viejos cómplices de Tshombe en
el Congo, lucha que, en el momento actual, parece inclinarse a favor de los
últimos, los que han «pacificado» en su propio provecho una gran parte del
país, aunque la guerra se mantenga latente.
En Rhodesia el problema es diferente: el imperialismo británico utilizó todos
los mecanismos a su alcance para entregar el poder a la minoría blanca que lo
detenta actualmente. El conflicto, desde el punto de vista de Inglaterra, es
absolutamente antioficial, sólo que esta potencia, con su habitual habilidad
diplomática -también llamada hipocresía en buen romance- presenta una fachada
de disgustos ante las medidas tomadas por el gobierno de Ian Smith, y es
apoyada en su taimada actitud por algunos de los países del Commonwealth que
la siguen, y atacada por una buena parte de los países del Africa Negra, sean
o no dóciles vasallos económicos del imperialismo inglés.
En Rhodesia la situación puede tornarse sumamente explosiva si cristalizaran
los esfuerzos de los patriotas negros para alzarse en armas y este movimiento
fuera apoyado efectivamente por las naciones africanas vecinas. Pero por ahora
todos los problemas se ventilan en organismos tan inicuos como la ONU, el
Commonwealth o la OUA.
Sin embargo, la evolución política y social del Africa no hace prever una
situación revolucionaria continental. Las luchas de liberación contra los
portugueses deben terminar victoriosamente, pero Portugal no significa nada en
la nómina imperialista. Las confrontaciones de importancia revolucionaria son
las que ponen en jaque a todo el aparato imperialista, aunque no por eso
dejemos de luchar por la liberación de las tres colonias portuguesas y por la
profundización de sus revoluciones.
Cuando las masas negras de Sudáfrica o Rhodesia inicien su auténtica lucha
revolucionaria, se habrá iniciado una nueva época en el Africa. O, cuando las
masas empobrecidas de un país se lancen a rescatar su derecho a una vida
digna, de las manos de las oligarquías gobernantes.
Hasta ahora se suceden los golpes cuartelarios en que un grupo de oficiales
reemplaza a otro o a un gobernante que ya no sirva a sus intereses de casta y
a los de las potencias que los manejan solapadamente, pero no hay convulsiones
populares. En el Congo se dieron fugazmente estas características impulsadas
por el recuerdo de Lumumba, pero han ido perdiendo fuerza en los últimos
meses.
En Asia, como vimos, la situación es explosiva, y no son sólo Vietnam y Laos,
donde se lucha, los puntos de fricción. También lo es Cambodia, donde en
cualquier momento puede iniciarse la agresión directa norteamericana,
Tailandia, Malasia y, por supuesto, Indonesia, donde no podemos pensar que se
haya dicho la última palabra pese al aniquilamiento del Partido Comunista de
ese país, al ocupar el poder los reaccionarios. Y, por supuesto, el Oriente
Medio.
En América Latina se lucha con las armas en la mano en Guatemala, Colombia,
Venezuela y Bolivia y despuntan ya los primeros brotes en Brasil. Hay otros
focos de resistencia que aparecen y se extinguen. Pero casi todos los países
de este continente están maduros para una lucha de tipo tal, que para resultar
triunfante, no puede conformarse con menos que la instauración de un gobierno
de corte socialista.
En este continente se habla prácticamente una lengua, salvo el caso
excepcional del Brasil, con cuyo pueblo los de habla hispana pueden
entenderse, dada la similitud de ambos idiomas. Hay una identidad tan grande
entre las clases de estos países que logran una identificación de tipo
«internacional americano», mucho más completa que en otros continentes.
Lengua, costumbres, religión, amo común, los unen. El grado y las formas de
explotación son similares en sus efectos para explotadores y explotados de una
buena parte de los países de nuestra América. Y la rebelión está madurando
aceleradamente en ella.
Podemos preguntarnos: esta rebelión, ¿cómo fructificará?; ¿de qué tipo será?
Hemos sostenido desde hace tiempo, que dadas sus características similares, la
lucha en América adquirirá, en su momento, dimensiones continentales. Será
escenario de muchas grandes batallas dadas por la humanidad para su
liberación.
En el marco de esa lucha de alcance continental, las que actualmente se
sostienen en forma activa son sólo episodios, pero ya han dado los mártires
que figurarán en la historia americana como entregando su cuota de sangre
necesaria en esta última etapa de la lucha por la libertad plena del hombre.
Allí figurarán los nombres del comandante Turcios Lima, del cura Camilo
Torres, del comandante Fabricio Ojeda, de los comandantes Lobatón y Luis de la
Puente Uceda, figuras principalísimas en los movimientos revolucionarios de
Guatemala, Colombia, Venezuela y Perú.
Pero la movilización activa del pueblo crea sus nuevos dirigentes: César
Montes y Yon Sosa levantan la bandera en Guatemala, Fabio Vázquez y Marulanda
lo hacen en Colombia, Douglas Bravo en el occidente del país y Américo Martín
en El Bachiller, dirigen sus respectivos frentes en Venezuela.
Nuevos brotes de guerra surgirán en estos y otros países americanos, como ya
ha ocurrido en Bolivia, e irán creciendo, con todas las vicisitudes que
entraña este peligroso oficio de revolucionario moderno. Muchos morirán
víctimas de sus errores, otros caerán en el duro combate que se avecina;
nuevos luchadores y nuevos dirigentes surgirán al calor de la lucha
revolucionaria. El pueblo irá formando sus combatientes y sus conductores en
el marco selectivo de la guerra misma, y los agentes yanquis de represión
aumentarán. Hoy hay asesores en todos los países donde la lucha armada se
mantiene y el ejército peruano realizó, al parecer, una exitosa batida contra
los revolucionarios de ese país, también asesorado y entrenado por los
yanquis. Pero si los focos de guerra se llevan con suficiente destreza
política y militar, se harán prácticamente imbatibles y exigirán nuevos envíos
de los yanquis. En el propio Perú, con tenacidad y firmeza, nuevas figuras aún
no completamente conocidas, reorganizan la lucha guerrillera. Poco a poco, las
armas obsoletas que bastan para la represión de pequeñas bandas armadas, irán
convirtiéndose en armas modernas y los grupos de asesores en combatientes
norteamericanos, hasta que, en un momento dado, se vean obligados a enviar
cantidades crecientes de tropas regulares para asegurar la relativa
estabilidad de un poder cuyo ejército nacional títere se desintegra ante los
combates de las guerrillas. Es el camino de Vietnam; es el camino que deben
seguir los pueblos; es el camino que seguirá América, con la característica
especial de que los grupos en armas pudieran formar algo así como Juntas de
Coordinación para hacer más difícil la tarea represiva del imperialismo yanqui
y facilitar la propia causa.
América, continente olvidado por las últimas luchas políticas de liberación,
que empieza a hacerse sentir a través de la Tricontinental en la voz de la
vanguardia de sus pueblos, que es la Revolución cubana, tendrá una tarea de
mucho mayor relieve: la de la creación del segundo o tercer Vietnam o del
segundo y tercer Vietnam del mundo.
En definitiva, hay que tener en cuenta que el imperialismo es un sistema
mundial, última etapa del capitalismo, y que hay que batirlo en una gran
confrontación mundial. La finalidad estratégica de esa lucha debe ser la
destrucción del imperialismo. La participación que nos toca a nosotros, los
explotados y atrasados del mundo, es la de eliminar las bases de sustentación
del imperialismo: nuestros pueblos oprimidos, de donde extraen capitales,
materias primas, técnicos y obreros baratos y a donde exportan nuevos
capitales -instrumentos de dominación-, armas y toda clase de artículos,
sumiéndonos en una dependencia absoluta. El elemento fundamental de esa
finalidad estratégica será, entonces, la liberación real de los pueblos;
liberación que se producirá, a través de lucha armada, en la mayoría de los
casos, y que tendrá, en América, casi indefectiblemente, la propiedad de
convertirse en una revolución socialista.
Al enfocar la destrucción del imperialismo, hay que identificar a su cabeza,
la que no es otra que los Estados Unidos de Norteamérica.
Debemos realizar una tarea de tipo general que tenga como finalidad táctica
sacar al enemigo de su ambiente obligándolo a luchar en lugares donde sus
hábitos de vida choquen con la realidad imperante. No se debe despreciar al
adversario; el soldado norteamericano tiene capacidad técnica y está
respaldado por medios de tal magnitud que lo hacen temible. Le falta
esencialmente la motivación ideológica, que tienen en grado sumo sus más
enconados rivales de hoy: los soldados vietnamitas. Solamente podremos
triunfar sobre ese ejército en la medida en que logremos minar su moral. Y
ésta se mina infligiéndole derrotas y ocasionándole sufrimientos repetidos.
Pero este pequeño esquema de victorias encierra dentro de sí sacrificios
inmensos de los pueblos, sacrificios que debe exigirse desde hoy, a la luz del
día, y que quizás sean menos dolorosos que los que debieron soportar si
rehuyéramos constantemente el combate, para tratar de que otros sean los que
nos saquen las castañas del fuego.
Claro que, el último país en liberarse, muy probablemente lo hará sin lucha
armada, y los sufrimientos de una guerra larga y tan cruel como la que hacen
los imperialistas, se le ahorrarán a ese pueblo. Pero tal vez sea imposible
eludir esa lucha o sus efectos, en una contienda de carácter mundial y se
sufra igual o más aún. No podemos predecir el futuro, pero jamás debemos ceder
a la tentación claudicante de ser los abanderados de un pueblo que anhela su
libertad, pero reniega de la lucha que ésta conlleva y la espera como un
mendrugo de victoria.
Es absolutamente justo evitar todo sacrificio inútil. Por eso es tan
importante el esclarecimiento de las posibilidades efectivas que tiene la
América dependiente de liberarse en formas pacíficas. Para nosotros está clara
la solución de este interrogante; podrá ser o no el momento actual el indicado
para iniciar la lucha, pero no podemos hacernos ninguna ilusión, ni tenemos
derecho a ello de lograr la libertad sin combatir. Y los combates no serán
meras luchas callejeras de piedras contra gases lacrimógenos, ni de huelgas
generales pacíficas; ni será la lucha de un pueblo enfurecido que destruya en
dos o tres días el andamiaje represivo de las oligarquías gobernantes; será
una lucha larga, cruenta, donde su frente estará en los refugios guerrilleros,
en las ciudades, en las casas de los combatientes -donde la represión irá
buscando víctimas fáciles entre sus familiares- en la población campesina
masacrada, en las aldeas o ciudades destruidas por el bombardeo enemigo.
Nos empujan a esa lucha; no hay más remedio que prepararla y decidirse a
emprenderla.
Los comienzos no serán fáciles; serán sumamente difíciles. Toda la capacidad
de represión, toda la capacidad de brutalidad y demagogia de las oligarquías
se pondrá al servicio de su causa. Nuestra misión, en la primera hora, es
sobrevivir, después actuará el ejemplo perenne de la guerrilla realizando la
propaganda armada en la acepción vietnamita de la frase, vale decir, la
propaganda de los tiros, de los combates que se ganan o se pierden, pero se
dan, contra los enemigos.
La gran enseñanza de la invencibilidad de la guerrilla prendiendo en las masas
de los desposeídos. La galvanización del espíritu nacional, la preparación
para tareas más duras, para resistir represiones más violentas.
El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa
más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una
efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados
tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo
brutal.
Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus
lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de
tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aun dentro de los
mismos: atacarlo dondequiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera
acosada por cada lugar que transite. Entonces su moral irá decayendo.
Se hará más bestial todavía, pero se notarán los signos del decaimiento que
asoma.
Y que se desarrolle un verdadero internacionalismo proletario; con ejércitos
proletarios internacionales, donde la bandera bajo la que se luche sea la
causa sagrada de la redención de la humanidad, de tal modo que morir bajo las
enseñas de Vietnam, de Venezuela, de Guatemala, de Laos, de Guinea, de
Colombia, de Bolivia, de Brasil, para citar sólo los escenarios actuales de la
lucha armada sea igualmente glorioso y apetecible para un americano, un
asiático, un africano y, aun, un europeo.
Cada gota de sangre derramada en un territorio bajo cuya bandera no se ha
nacido, es experiencia que recoge quien sobrevive para aplicarla luego en la
lucha por la liberación de su lugar de origen. Y cada pueblo que se libere, es
una fase de la batalla por la liberación del propio pueblo que se ha ganado.Es
la hora de atemperar nuestras discrepancias y ponerlo todo al servicio de la
lucha.
Que agitan grandes controversias al mundo que lucha por la libertad, lo
sabemos todos y no lo podemos esconder. Que han adquirido un carácter y una
agudeza tales que luce sumamente difícil, si no imposible, el diálogo y la
conciliación, también lo sabemos. Buscar métodos para iniciar un diálogo que
los contendientes rehuyen es una tarea inútil. Pero el enemigo está allí,
golpea todos los días y amenaza con nuevos golpes y esos golpes nos unirán,
hoy, mañana o pasado. Quienes antes lo capten y se preparen a esa unión
necesaria tendrán el reconocimiento de los pueblos.
Dadas las virulencias e intransigencias con que se defiende cada causa,
nosotros, los desposeídos, no podemos tomar partido por una u otra forma de
manifestar las discrepancias, aun cuando coincidamos a veces con algunos
planteamientos de una u otra parte, o en mayor medida con los de una parte que
con los de la otra. En el momento de la lucha, la forma en que se hacen
visibles las actuales diferencias constituyen una debilidad; pero en el estado
en que se encuentran, querer arreglarlas mediante palabras es una ilusión. La
historia las irá borrando o dándoles su verdadera explicación.
En nuestro mundo en lucha, todo lo que sea discrepancia en torno a la táctica,
método de acción para la consecución de objetivos limitados, debe analizarse
con el respeto que merecen las apreciaciones ajenas. En cuanto al gran
objetivo estratégico, la destrucción total del imperialismo por medio de la
lucha, debemos ser intransigentes.
Sinteticemos así nuestras aspiraciones de victoria: destrucción del
imperialismo mediante la eliminación de su baluarte más fuerte: el dominio
imperialista de los Estados Unidos de Norteamérica. Tomar como función táctica
la liberación gradual de los pueblos, uno a uno o por grupos, llevando al
enemigo a una lucha difícil fuera de su terreno; liquidándole sus bases de
sustentación, que son territorios dependientes.
Eso significa una guerra larga. Y, lo repetimos una vez más, una guerra cruel.
Que nadie se engañe cuando la vaya a iniciar y que nadie vacile en iniciarla
por temor a los resultados que pueda traer para su pueblo. Es casi la única
esperanza de victoria.
No podemos eludir el llamado de la hora. Nos lo enseña Vietnam con su
permanente lección de heroísmo, su trágica y cotidiana lección de lucha y de
muerte para lograr la victoria final.
Allí, los soldados del imperialismo encuentran la incomodidad de quien,
acostumbrado al nivel de vida que ostenta la nación norteamericana, tiene que
enfrentarse con la tierra hostil; la inseguridad de quien no puede moverse sin
sentir que pisa territorio enemigo; la muerte a los que avanzan más allá de
sus reductos fortificados, la hostilidad permanente de toda la población. Todo
eso va provocando la repercusión interior en los Estados Unidos; va haciendo
surgir un factor atenuado por el imperialismo en pleno vigor, la lucha de
clases aun dentro de su propio territorio.
¡Cómo podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano, si dos, tres, muchos
Vietnam florecieran en la superficie del globo, con su cuota de muerte y sus
tragedias inmensas, con su heroísmo cotidiano, con sus golpes repetidos al
imperialismo, con la obligación que entraña para éste de dispersar sus
fuerzas, bajo el embate del odio creciente de los pueblos del mundo!
Y si todos fuéramos capaces de unirnos, para que nuestros golpes fueran más
sólidos y certeros, para que la ayuda de todo tipo a los pueblos en lucha
fuera aún más efectiva, ¡qué grande sería el futuro, y qué cercano!
Si a nosotros, los que en un pequeño punto del mapa del mundo cumplimos el
deber que preconizamos y ponemos a disposición de la lucha este poco que nos
es permitido dar: nuestras vidas, nuestro sacrificio, nos toca alguno de estos
días lanzar el último suspiro sobre cualquier tierra, ya nuestra, regada con
nuestra sangre, sépase que hemos medido el alcance de nuestros actos y que no
nos consideramos nada más que elementos en el gran ejército del proletariado,
pero nos sentimos orgullosos de haber aprendido de la Revolución cubana y de
su gran dirigente máximo la gran lección que emana de su actitud en esta parte
del mundo: «qué importan los peligros o sacrificios de un hombre o de un
pueblo, cuando está en juego el destino de la humanidad.»
Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo y un clamor
por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género humano: los
Estados Unidos de Norteamérica. En cualquier lugar que nos sorprenda la
muerte, bienvenida sea, siempre que ése, nuestro grito de guerra, haya llegado
hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y
otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de
ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria.
Che
[Tricontinental. Suplemento especial, 16 de abril de 1967]